Las primeras grandes oleadas inmigratorias de europeos —principalmente italianos y españoles— trajeron consigo saberes técnicos y sensibilidades estéticas que influyeron en la producción cultural. En las artes visuales, numerosos artistas formados en academias europeas se establecieron en el país, introduciendo estilos como el academicismo, el romanticismo o el realismo. Pintores como Eduardo Sívori, de ascendencia italiana, abrieron camino a un arte que, si bien dialogaba con corrientes internacionales, también buscaba retratar escenas locales y costumbres criollas. Esa tensión entre lo importado y lo autóctono marcó los inicios de la pintura nacional.
El caso de los inmigrantes italianos fue particularmente significativo. Además de dominar oficios ligados a la construcción, muchos escultores y muralistas encontraron en Argentina un terreno fértil para desplegar su talento. Numerosos monumentos que hoy forman parte del paisaje urbano de Buenos Aires, Rosario o Córdoba fueron concebidos por artistas italianos que trajeron consigo la tradición del mármol y el bronce. En paralelo, arquitectos europeos introdujeron lenguajes neoclásicos, eclécticos o modernistas, transformando las ciudades argentinas en escenarios cosmopolitas.
Pero no solo Europa dejó huella. La inmigración proveniente de Medio Oriente, Asia y, en menor medida, África, aportó otros matices. Sus influencias se hicieron visibles en las artes decorativas, en la música y en manifestaciones de la cultura popular. Las colectividades árabe y armenia, por ejemplo, sumaron texturas, colores y formas a un panorama artístico que se abría a lo diverso. Más tarde, las corrientes migratorias latinoamericanas también trajeron consigo una sensibilidad propia, que dialogó con el arte argentino en clave de hermandad continental.
En el campo de la música, el tango constituye quizá el ejemplo más claro de fusión cultural. Nacido en los arrabales de Buenos Aires, fue un producto del encuentro entre criollos, inmigrantes europeos y afrodescendientes. Instrumentos como el bandoneón, traído desde Alemania, encontraron en las manos de músicos italianos y españoles un nuevo lenguaje expresivo que se convirtió en emblema nacional. Del mismo modo, la literatura argentina se vio enriquecida por escritores descendientes de inmigrantes, quienes aportaron voces, memorias y relatos que ampliaron la mirada sobre la identidad del país.
El arte popular también absorbió estas influencias. En barrios donde convivían diferentes colectividades, los murales, las fiestas y las prácticas culturales dieron forma a expresiones híbridas. Esta convivencia no solo generó estilos artísticos propios, sino que reforzó la idea de que la identidad argentina es plural, abierta y en constante transformación.
En el presente, artistas contemporáneos continúan explorando esa herencia inmigrante, a veces desde el homenaje y otras desde la crítica. Las nuevas generaciones dialogan con sus raíces familiares y con los relatos de sus comunidades, creando obras que abordan la memoria, la migración y el sentido de pertenencia. Así, el arte argentino sigue siendo un espacio donde se entrelazan voces de distintos orígenes, demostrando que la diversidad cultural no es un agregado, sino parte constitutiva de su esencia.
El Día del Inmigrante nos invita, entonces, a valorar ese legado en el arte. Cada pincelada, cada monumento y cada melodía que se nutrió de tradiciones extranjeras contribuyó a forjar un arte profundamente argentino y, a la vez, universal. Un arte que refleja la historia de un país construido por la suma de muchas raíces, donde la inmigración no solo dejó huellas, sino que se convirtió en motor de creación y de identidad cultural.